El racismo también esta presente en tus recuerdos.

Seis microrrelatos autobiográficos sobre el historial de violencia que portamos en nuestro cuerpo y memoria por el sólo hecho de ser quienes somos. 

“El rastro de un rostro en la oscuridad”. Foto de estudio. Neuquén. 

Kiñe / Uno. 

Silencio, como un estremecimiento frío en la espalda. 

Cada  vez que ingreso a un comercio céntrico y hay más personas dentro del local esperando ser atendidas, la persona que atiende me queda mirando sospechosamente. Frunce el ceño. Detiene su ritmo. En cambio, el resto de las personas presentes me miran sobre el hombro, disimuladamente, quedándose en su lugar. Inmutables. El silencio. Un estremecimiento frío en la espalda. Sin embargo, sorpresivamente (por lo menos para mí) la persona que atiende, decide seguir conmigo, pasando por encima del resto. «¡Hola! ¿Qué necesitas?», me pregunta directo, sin titubear, esperando una respuesta corta. Las demás personas, sin quejarse, asienten silenciosamente. Hay un arreglo tácito en toda la escena que nadie discute. ¿Cuál es el fin de esa decisión arbitraria? ¿Todo el local se muestra preocupado para que yo no pierda el tiempo? ¿O los dueños del local no quieren quedarse solos conmigo? Decepcionado, espero la respuesta negativa. Una especie de frustración anticipada. «¡No! ¡No tengo! ¡Te lo debo!», me comunica el vendedor, esperando con la mirada que yo me vaya para seguir atendiendo al resto de los presentes. Por supuesto, huyó de la escena con un sabor amargo. “¿Para qué entre?”, me recrimino, como si fuera mi culpa. “Si yo sé como son”, insisto iracundo y apesadumbrado. Reconozco en mí, mientras camino, la ira y la impotencia. Pero fundamentalmente reconozco la incomprensión que perdura y tarda en disiparse. «¡No les hice absolutamente nada!», me defiendo, intentando torpemente seguir con mi día, que ya se muestra, en las primeras horas de la mañana, deprimente, como si cargará en mi cuerpo y presencia un misterioso mal. 

Epu / Dos. 

La espera. 

Cada vez que llegó a un edificio nuevo se repite la misma historia. Me detengo delante del edificio. Toco el timbre. Espero. Baja una persona. No es la que espero. Se queda en el pasillo del edificio. No sale. Se queda ahí. Hace que habla por teléfono, pero no habla. Me mira. Nos miramos. No sé si quedarme donde estoy o bajar a la vereda. Toco de nuevo el timbre. Y justo cuando me acerco nuevamente al portero y, por lo tanto, a la puerta, la persona que está del otro lado de la puerta de vidrio, da un pequeño paso hacia atrás. Leve. Sutil. Casi imperceptible. ¿Miedo? ¿Peligro? ¿Quién está en peligro? Finalmente escucho el sonido de pasos. La puerta del ascensor se abre. Llega la persona que espero. Saluda a la persona que hace que habla por teléfono, pero no habla. La persona que esperaba me sonríe. Abre la puerta. «¡Gustavo! ¿No te abrieron?» La persona que hacía que hablaba por teléfono, pero no hablaba, guarda su móvil en la cartera y sale sin despedirse. Recién ahí puedo seguir con mi día. 

Kvla / Tres. 

La cartera. 

Cuando era adolescente solía viajar hasta el centro de Neuquén como si fuera un viaje especial. Solía ir caminando. Desde mi barrio de calles de tierra hasta el centro de asfalto me separaban exactamente veinte cuadras. Las contaba. Tenía cronometrado el tiempo también. Veinte minutos exactos. Un minuto por cuadra. En uno de esos viajes en el que iba solo, no sé porque ya era casi de noche. Cerca de las ocho de la noche. Lo recuerdo porque los locales estaban cerrando. Y mientras caminaba por una de las avenidas céntricas de Neuquén, específicamente la avenida Sarmiento, ví a lo lejos a dos mujeres comenzando a cerrar las persianas de un local. No había mucha gente en la calle. Y aunque no les estaba prestando mucha atención a esas dos personas, cuando comencé a acercarme a ellas, una le gritó a la otra, «¡La cartera!» La segunda mujer reaccionó rápido, apretó la cartera que había dejado apoyada en la vereda mientras colocaba el candado en la persiana del local y me quedó mirando. Yo la vi con mi mejor cara de incomprensión. Me costó unos cuantos metros más entender qué es lo que había pasado. «¿Creyó que le iba a robar?», me pregunté confundido. Luego, me mire a mi mismo y me justifique. “Pero si no ando mal vestido”. Por la hora, entiendo, que yo, en ese momento, viajaba al centro para ver algún recital en vivo, de los pocos que se presentaban en Neuquén por esos años. Generalmente mi lujo era pasar a la vuelta a tomar un helado en la heladería “Las Malvinas” o comprar un bolsa de facturas del día de ayer que te la vendían más barato, en una panadería que se llamaba “Patán”. Era una patada en el pecho, pero era finalmente la anécdota del viaje, por lo menos la parte feliz. Luego estaban las personas que se aferraban a sus pertenencias con el miedo de perderlas frente a mi presencia. ¿En qué parte del cuerpo se habrá alojado, en ese momento, esa sensación incómoda e injusta para que recién veinte años más tarde yo pueda retomar ese recuerdo? 

Meli / Cuatro. 

El seguro. 

Siempre me movilice caminando. Neuquén es una ciudad relativamente pequeña. En varias de estas caminatas cotidianas, incluso no hace mucho tiempo, viví la misma situación que les voy a relatar ahora. Generalmente cuando camino suelo hacerlo por la calle, por el costado, cerca de los autos detenidos. Lo hago lento, prácticamente distraído. Voy pensando o reflexionando cosas mientras camino. Pero muchas veces, mientras me acerco a uno de estos autos y veo una persona adentro, puedo escuchar el sonido del seguro impactando en los vidrios, las puertas, el techo y mi propia presencia. El sonido me acompaña antes de llegar al auto, durante y luego de pasar por al lado de él. Incluso me persigue hasta estos días de adultez insoslayable. Y cada vez que sucede puedo ver el rostro de la persona que está dentro. La veo detenida en el tiempo, aguantando la respiración, con el mismo gesto de desconfianza que sostienen, ante mi presencia, las personas que se detienen en la entrada de los edificios, haciendo como que hablan por teléfono, pero no lo hacen. Yo sigo caminando, pero ese sonido, como un signo sonoro irrompible me acompaña todos los días. Sigue presente, mientras yo intento desarmarlo, resignificarlo, exponerlo en este relato, que es como otros, pero aparentemente anónimo. Indecible. Impronunciable. “El racismo y la discriminación también tiene forma de sonido”, pienso. Y en una ciudad extractiva como la de Neuquén estas formas de violencia trascienden a múltiples esferas identitarias y socioculturales. La sociedad de Neuquén te sanciona por andar caminando (y por lo tanto por ser pobre) y te sanciona por ser “indio”. La defensa de la propiedad privada y el miedo a que “el negro me haga algo” circula por el mismo sendero, siempre en detrimento de las identidades preexistentes, que hagan lo que hagan, se vistan como se vistan, van a seguir teniendo en su rostro los ojos achinados y la piel oscura por la cual se las reconoce, sanciona y criminaliza.  

Kechu / Cinco. 

«¡Es un negro de mierda!»

Cuando tenía veintidós años me fui a estudiar a Buenos Aires. Me fui de Neuquén con el objetivo de poder estudiar fotoperiodismo. Y aunque todas las carreras eran costosas, me pude anotar en una formación inicial anual. En esa formación anual conocí a una chica, que unos años más tarde sería mi compañera. Vivimos juntos. En una de las visitas a su casa, en los primeros meses de noviazgo, justo antes de salir, llegó su compañera de departamento. Llegó con su novio. Apenas ingresó en el departamento, mientras nosotros terminamos de preparar nuestras mochilas, esta chica soltó una frase de advertencia. «¡Es un negro de mierda!», le dijo sigilosamente a su novio. Sin embargo, la frase se pronunció lo suficientemente fuerte como para que todos en la habitación la escucháramos. Mi compañera no hizo nada, ni dijo nada. ¡Yo menos! Me costó muchos años poder problematizar y desnaturalizar lo que esa chica había dicho y por qué lo había dicho con tanta impunidad, sin que notará la menor incomodidad en decirlo, como si esa frase contuviera una verdad indiscutible. Peor aún, parecía que el que estaba en falta era yo, por ser quien era, un “negro” y según ella un “negro de mierda”. Todos en la habitación sabían y daban por sentado una vez más esta sentencia. El único que parecía no darse por aludido, una vez más, era yo, el «negro de mierda». ¡La potencia del colonialismo! Por la actitud poco sorprendida de mi ex compañera entendí, con el tiempo, que ya había escuchado la frase o el comentario. Nunca lo hablamos, ni lo discutimos, ni lo pusimos en tensión. Alojamos ese comentario, como otros, en el silencio más recóndito de nuestros recuerdos. Por supuesto, no pongo en duda en este relato el afecto y el cariño que mantuvimos recíprocamente con esa persona. Lo que colocó en tensión es justamente una definición y un comentario que aparentemente no necesitaba explicación, ni subtítulos. Era así, como se había pronunciado. Con el agravante de que había sido pronunciado como una suerte de advertencia para el vulnerable novio de piel blanca que debía lidiar por unos cuantos minutos con mi negra presencia. Era la advertencia cariñosa y contemplativa de su afable compañera que parecía decir: “¡Tranquilo! Es un negro de mierda, pero si no le prestas atención, no va a pasar nada. ¡Es un segundo! ¡Ya se va! ¡No te amargues el día!”

Kayu / Seis. 

Cuatro. 

Cuando éramos chicos y asistíamos a la escuela primaria, con mis compañeros -que también eran mis vecinos del barrio- no dudabamos en decirnos de todo, sin ningún tipo de miramientos, ni remordimientos. A Jorge le decíamos «el dientón» por sus pronunciadas paletas salidas hacia afuera, mientras que a Tony le decíamos «leche» por su apellido inglés impronunciable. En cambio, a mí me decía «la chiva» o «el cordero» por mi pelo duro y enrulado. Aunque, debo advertirlo, sufría más cuando me lo cortaban. Todavía recuerdo la risa exagerada y desinhibida de Tony cada vez que yo entraba en el aula con el pelo corto. “¡Lo quilaron!”, gritaba enardecido. Todos en el aula estallaban de risa. Por último, estaba Luciano, a quien lo habíamos bautizado “Shaka Zulu” por su piel oscura (más oscura que la nuestra) y en referencia a una serie ochentosa que salía por televisión por esos años. Luciano nos miraba de lejos. A veces devolvía la estocada, otras seguía de largo, en silencio, concentrándose en sus hojas de cuaderno. Luciano escribía casi encima de las hojas. Nadie en ese tiempo se había dado cuenta que Luciano tenía problemas de visión. Era (e intuyo que lo sigue siendo) un gran dibujante. Preciso. Metódico. Paciente. Con el tiempo fui reflexionando sobre estas formas de destrato que teníamos para con nosotros mismos, pero también comencé a preguntarme por qué esa violencia se activaba con más exacerbación dentro de los ámbitos institucionales. 

Al terminar la primaria nos dejamos de ver con mis compañeros. Ellos tres siguieron una carrera técnica y yo seguí el bachillerato. Algunas de las pocas veces que nos volvimos a encontrar recuerdo que me contaron que a Luciano le seguían eligiendo apodos despectivos por su color de piel. Durante toda la secundaria le dijeron “Apu”, por el reconocido personaje indu de los Simpson. «Sin comerla, ni beberla» Luciano se tuvo que fumar todas esas formas racismo e imagino que es el día de hoy que nunca se ha problematizando todo lo que le pasó. Ni él, ni nosotros como sus compañeros de toda la vida (o por lo menos de una parte importante). ¿Qué habrá sido de la vida de Luciano? Muy poco sé de él. Lo único que sé es que tuvieron que pasar treinta años para que yo supiera que él era y portaba un apellido mapuche. Meli en mapudungun quiere decir cuatro. ¿Sabrá Luciano lo que quiere decir su apellido? ¿Lo sabría mientras éramos chicos? ¿Por qué la escuela fue tan poco receptiva y sensible a estas características identitarias? ¿Por qué nuestras maestras no lo problematizaron y se comportaron,  todo el tiempo, como si éstos apellidos y rasgos étnicos no significarán nada de nada? ¿Realmente ellas tampoco lo sabían? ¿Por qué fortalecieron y profundizaron el negacionismo histórico de las identidades preexistentes que profesa la Argentina, habiéndonos criado en la única provincia que tiene nombre mapuche? ¿Cuál será la relación del apellido de Luciano con una parte del territorio donde se crió?

Luciano era el único de nuestros compañeros que portaba un apellido mapuche. Aunque hoy puedo aseverar con seguridad que muchas de mis compañeras y compañeros de la primaria, a pesar del apellido español impuesto, tenían en sí mismo y en sus familias, la presencia milenaria de la gente de estas tierras. Quizás un día, el mejor día de nuestras vidas, podamos reunirnos a hablar de estas identidades invisibilizadas. Quizás nunca ocurra, pero por lo menos es necesario entender que estas historias que enunció se repiten por miles en toda la Argentina. Visibilizarlas nos permiten sensibilizar a otras personas que transitan la vida como pérdidas, como ajenas, como si fueran extranjeras en su propia tierra, resguardándose en apellidos de familias españolas, mientras que la sociedad racista en la que se criaron se encarga constantemente de demostrarles lo contrario.

Textos y fotografía: Gustavo Figueroa. 

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